Blog de aula de Luismi Guer 3ESO B
domingo, 15 de junio de 2014
jueves, 17 de abril de 2014
sábado, 22 de marzo de 2014
Carta Lazarillo de Tormes
Trabajo
de Lengua y Literatura: Carta
Luis
Miguel Gerrero Moreno
3º
ESO B
Señor,
antes de empezar a estudiar mi caso, creo conveniente que sepa algo
más sobre mi.
Como
ya sabrá, mi nombre es Tristán Guerrero, y nací en Toledo en el
año 1990, por lo que deducirá que tengo 24 años. Soy, más bien,
fui, hijo de una pareja de profesores, Conrado Guerrero y Laura
Valdeluna. Ellos me enseñaron cosas que aún considero importantes.
Pero, desgraciadamente, el 29 de marzo de 1998, diez días después
de haber yo cumplido los 8 años, mis padres murieron en un brutal
accidente de coche. Me contaron que el autor del accidente fue un
conductor de camión que conducía borracho que, además, salió
ileso del accidente. Por aquellos entonces yo no conocía
sentimientos tales como el odio o la tristeza, pero ahora es
diferente. Ahora sé que echo de menos a mis padres. Ahora sé que
odio a aquel conductor borracho. Y no quiero olvidarlo. Lo único que
quiero es venganza.
Pero
volvamos de nuevo a mi vida....
Cuando
mis pobres padres murieron, ingresé en el orfanato de mi ciudad: el
orfanato de San Clemente. Lo encuentro bastante irónico. Que el
orfanato tuviera ese nombre y sus trabajadores carecieran
completamente de esa cualidad. Desde el día que entré a formar
parte de aquel lugar, lo odié con todas mis fuerzas. Debido a las
situaciones que se ponían en mi camino, tuve que madurar de golpe y
aprender a cuidar de mí mismo. Todas aquellas personas me
repugnaban: los profesores no se parecían nada a mis padres, sino
que eran violentos y desagradables con nosotros; nuestros cuidadores,
en vez de realizar la función de cuidarnos, nos trataban como
basura; y los niños, que decir de ellos, algunos se habían
organizado en grupos y se dedicaban a quitar la comida a los nuevos y
a los más débiles, y otros cuantos se dedicaban a insultarnos y
maltratarnos.
Pero
entre tanta antipatía y miseria, vislumbré un punto luminoso, un
compañero que me acompañó hasta en los momentos más difíciles.
Mi
compañero se llamaba Antonio Ballesteros, aunque después de un
tiempo le llamaba Toni. Lo conocí un día que unos niños intentaban
quitarle la comida. Yo no intervine, pues sabía que nos darían una
paliza a los dos. Sin embargo, cuando los odiosos niños se fueron,
compartí mi comida con él, que estaba en el suelo llorando. Desde
aquel día, nos convertimos en compañeros inseparables. Estábamos
siempre uno al lado del otro, fuera lo que fuera lo que se nos
viniera encima. El era el único apoyo que tenía, mi único motivo
para seguir adelante, pero todo lo bueno se acaba.
Un
día llamaron a Toni al despacho del director. A mí no me dejaron
entrar, así que tuve que esperar en la puerta. Cuando salió del
despacho, me lo contó todo: le habían llamado para decirle que por
fin le habían encontrado una familia. En el momento en el que me lo
contó, no sabía exactamente que sentir. Sentía alegría pues mi
amigo iba a tener una oportunidad por fin, pero a la vez tristeza,
pues sabía que si lo que mi mejor amigo me había contado era
verdad, me quedaría solo, sin nadie que me apoyara.
Unos
días después descubrí que lo que me había contado mi amigo era la
pura verdad, pues llegó una pareja de mediana edad. Cuando vi que
Toni atravesaba aquella puerta, empecé a correr con todas mis
fuerzas para intentar alcanzarle, pero mi cuidador me atrapó y me
encerró en mi habitación. No recuerdo haber llorado más en mi
vida. Me llevé muchos días sin comer, no podía dormir, y mis notas
decayeron bastante. Los desagradables profesores no encontraban otra
forma de advertirme que no fuera a gritos, pero yo no les prestaba
atención. Ya ellos me daban igual. Ya todo me daba igual.
Estuve
en aquel lugar hasta los 12 años, aguantando a mis horribles
compañeros, profesores y cuidadores. Me contaron que, hacía un
tiempo, otros niños intentaron escapar y lo consiguieron, así que
decidí seguir su ejemplo. Intenté escaparme del orfanato varias
veces, pero no lo conseguí ninguna vez, pues siempre me atrapaban.
Si no era el conserje, era el endemoniado cuidador.
Por
aquellos entonces recuerdo que cambié bastante: me volví más alto,
más corpulento y, sobretodo, más ingenioso. Me sabía todas las
tretas de los cuidadores y de los profesores. Y cuando este no era el
caso, mi inteligencia me ayudaba a salir de cualquier lío.
Me
mantuve alerta ante todo y todos cada minuto, hora y día de todo el
año, hasta que un día, un señor mayor vino al orfanato. Como de
costumbre, bajé a saludar, pues si eras educado tenías más
posibilidades de que te adoptaran. El anciano era de estatura media.
Tenía cara de buena persona y el largo pelo canoso recogido en una
coleta. Imponía respeto y calidez a la vez. Pero en el momento en
que llegué al vestíbulo para saludarle, el anciano me miró a los
ojos. Se agachó enfrente de mi, me puso las manos en los hombros y
dijo: “El. Lo quiero a él”. Recuerdo esas palabras tan
claramente como si me las hubiera dicho ayer. Le debo la vida a ese
anciano. El me sacó de aquel lugar.
El
me dio una vida.
El
me salvó.
El
anciano me llevó a una apartada villa en el campo. Me dijo su
nombre: José Salanur, pero en ese momento no me ofreció muchos más
detalles de su vida. Al principio era algo misterioso, pero era muy
bueno conmigo, así que no quise estropear la situación
preguntándole sobre su pasado. Era comprensivo y atento, y solo me
había prohibido una cosa: que no entrara en su habitación. Mientras
estuve en aquella casa no fui al colegio, pues recibía clases
particulares en la villa.
Yo
era un niño curioso y, como no, quería ver que había en la
habitación del anciano, aunque me lo hubiera prohibido. Yo creía
que podía haber un tesoro o algo parecido, así que un día,
mientras el anciano dormía la siesta, entré en la habitación, que
no tenía nada que ver con lo que me imaginaba.
La
decoración era totalmente diferente a la de la villa: la habitación
estaba llena de símbolos japoneses - que mas tarde descubrí que se
llamaban kanjis – y tenía el suelo de madera. En una pared había
un hueco, donde estaba colocado un bonsai y una pequeña katana en un
soporte.
Mientras
yo seguía observando la extraña habitación, el anciano entró en
ella. Al verme, en vez de regañarme, me revolvió el pelo
cariñosamente. Fue en ese momento cuando me lo contó todo: el era
un maestro de artes marciales, pero la muerte de su hijo en un
accidente de avión hace unos años lo había afectado demasiado y
había dejado de enseñar. Yo, al oir esto, le supliqué que me
enseñara, a lo que el anciano, después de mucha insistencia
accedió.
Durante
esos años cada tarde, cuando terminaba de estudiar, tenía un único
deseo; el de entrenar con mi anciano maestro. Las artes marciales se
convirtieron en una vocación para mi. Empecé a presentarme a
competiciones, de las cuales gané unas cuantas. Pero un día,
mientras volvía de una de esas competiciones con mi anciano maestro,
un atracador nos asaltó. Vi como disparaba a bocajarro a mi maestro,
que cayó fulminado en mis brazos. Lo último que recuerdo de esa
escena es que me apuntaba a mi con el arma.
Desperté
en un hospital, alarmando a la enfermera que en ese momento tenía al
lado. Me contaron que había estado en coma aproximadamente nueve
meses. Cuando me dieron el alta y salí del hospital, tuve que
buscarme la vida por las calles, ya que estaba en un lugar que no
conocía y no sabía volver a mi casa. Le robé una pistola a un
policía, y tuve que correr mucho para que no me atrapara. Me dediqué
a robar tiendas, pero nunca disparé a nadie. No quería acabar como
el asesino de mi maestro.
Y
el resto ya lo sabe usted: en uno de mis atracos no fui lo
suficientemente rápido y la policía me atrapó. Así que le suplico
que me ayude. Ayúdeme para que pueda vengar a mi maestro. Ayúdeme
para que pueda vengar a mis padres. Déjeme vengarme, y después
hagan lo que quieran conmigo.
Con
mis mejores deseos:
Tristán
Guerrero.
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