sábado, 22 de marzo de 2014

Carta Lazarillo de Tormes











Trabajo de Lengua y Literatura: Carta






Luis Miguel Gerrero Moreno
3º ESO B





Señor, antes de empezar a estudiar mi caso, creo conveniente que sepa algo más sobre mi.

Como ya sabrá, mi nombre es Tristán Guerrero, y nací en Toledo en el año 1990, por lo que deducirá que tengo 24 años. Soy, más bien, fui, hijo de una pareja de profesores, Conrado Guerrero y Laura Valdeluna. Ellos me enseñaron cosas que aún considero importantes. Pero, desgraciadamente, el 29 de marzo de 1998, diez días después de haber yo cumplido los 8 años, mis padres murieron en un brutal accidente de coche. Me contaron que el autor del accidente fue un conductor de camión que conducía borracho que, además, salió ileso del accidente. Por aquellos entonces yo no conocía sentimientos tales como el odio o la tristeza, pero ahora es diferente. Ahora sé que echo de menos a mis padres. Ahora sé que odio a aquel conductor borracho. Y no quiero olvidarlo. Lo único que quiero es venganza.

Pero volvamos de nuevo a mi vida....

Cuando mis pobres padres murieron, ingresé en el orfanato de mi ciudad: el orfanato de San Clemente. Lo encuentro bastante irónico. Que el orfanato tuviera ese nombre y sus trabajadores carecieran completamente de esa cualidad. Desde el día que entré a formar parte de aquel lugar, lo odié con todas mis fuerzas. Debido a las situaciones que se ponían en mi camino, tuve que madurar de golpe y aprender a cuidar de mí mismo. Todas aquellas personas me repugnaban: los profesores no se parecían nada a mis padres, sino que eran violentos y desagradables con nosotros; nuestros cuidadores, en vez de realizar la función de cuidarnos, nos trataban como basura; y los niños, que decir de ellos, algunos se habían organizado en grupos y se dedicaban a quitar la comida a los nuevos y a los más débiles, y otros cuantos se dedicaban a insultarnos y maltratarnos.

Pero entre tanta antipatía y miseria, vislumbré un punto luminoso, un compañero que me acompañó hasta en los momentos más difíciles.


Mi compañero se llamaba Antonio Ballesteros, aunque después de un tiempo le llamaba Toni. Lo conocí un día que unos niños intentaban quitarle la comida. Yo no intervine, pues sabía que nos darían una paliza a los dos. Sin embargo, cuando los odiosos niños se fueron, compartí mi comida con él, que estaba en el suelo llorando. Desde aquel día, nos convertimos en compañeros inseparables. Estábamos siempre uno al lado del otro, fuera lo que fuera lo que se nos viniera encima. El era el único apoyo que tenía, mi único motivo para seguir adelante, pero todo lo bueno se acaba.
Un día llamaron a Toni al despacho del director. A mí no me dejaron entrar, así que tuve que esperar en la puerta. Cuando salió del despacho, me lo contó todo: le habían llamado para decirle que por fin le habían encontrado una familia. En el momento en el que me lo contó, no sabía exactamente que sentir. Sentía alegría pues mi amigo iba a tener una oportunidad por fin, pero a la vez tristeza, pues sabía que si lo que mi mejor amigo me había contado era verdad, me quedaría solo, sin nadie que me apoyara.

Unos días después descubrí que lo que me había contado mi amigo era la pura verdad, pues llegó una pareja de mediana edad. Cuando vi que Toni atravesaba aquella puerta, empecé a correr con todas mis fuerzas para intentar alcanzarle, pero mi cuidador me atrapó y me encerró en mi habitación. No recuerdo haber llorado más en mi vida. Me llevé muchos días sin comer, no podía dormir, y mis notas decayeron bastante. Los desagradables profesores no encontraban otra forma de advertirme que no fuera a gritos, pero yo no les prestaba atención. Ya ellos me daban igual. Ya todo me daba igual.

Estuve en aquel lugar hasta los 12 años, aguantando a mis horribles compañeros, profesores y cuidadores. Me contaron que, hacía un tiempo, otros niños intentaron escapar y lo consiguieron, así que decidí seguir su ejemplo. Intenté escaparme del orfanato varias veces, pero no lo conseguí ninguna vez, pues siempre me atrapaban. Si no era el conserje, era el endemoniado cuidador.


Por aquellos entonces recuerdo que cambié bastante: me volví más alto, más corpulento y, sobretodo, más ingenioso. Me sabía todas las tretas de los cuidadores y de los profesores. Y cuando este no era el caso, mi inteligencia me ayudaba a salir de cualquier lío.

Me mantuve alerta ante todo y todos cada minuto, hora y día de todo el año, hasta que un día, un señor mayor vino al orfanato. Como de costumbre, bajé a saludar, pues si eras educado tenías más posibilidades de que te adoptaran. El anciano era de estatura media. Tenía cara de buena persona y el largo pelo canoso recogido en una coleta. Imponía respeto y calidez a la vez. Pero en el momento en que llegué al vestíbulo para saludarle, el anciano me miró a los ojos. Se agachó enfrente de mi, me puso las manos en los hombros y dijo: “El. Lo quiero a él”. Recuerdo esas palabras tan claramente como si me las hubiera dicho ayer. Le debo la vida a ese anciano. El me sacó de aquel lugar.

El me dio una vida.

El me salvó.


El anciano me llevó a una apartada villa en el campo. Me dijo su nombre: José Salanur, pero en ese momento no me ofreció muchos más detalles de su vida. Al principio era algo misterioso, pero era muy bueno conmigo, así que no quise estropear la situación preguntándole sobre su pasado. Era comprensivo y atento, y solo me había prohibido una cosa: que no entrara en su habitación. Mientras estuve en aquella casa no fui al colegio, pues recibía clases particulares en la villa.

Yo era un niño curioso y, como no, quería ver que había en la habitación del anciano, aunque me lo hubiera prohibido. Yo creía que podía haber un tesoro o algo parecido, así que un día, mientras el anciano dormía la siesta, entré en la habitación, que no tenía nada que ver con lo que me imaginaba.
La decoración era totalmente diferente a la de la villa: la habitación estaba llena de símbolos japoneses - que mas tarde descubrí que se llamaban kanjis – y tenía el suelo de madera. En una pared había un hueco, donde estaba colocado un bonsai y una pequeña katana en un soporte.


Mientras yo seguía observando la extraña habitación, el anciano entró en ella. Al verme, en vez de regañarme, me revolvió el pelo cariñosamente. Fue en ese momento cuando me lo contó todo: el era un maestro de artes marciales, pero la muerte de su hijo en un accidente de avión hace unos años lo había afectado demasiado y había dejado de enseñar. Yo, al oir esto, le supliqué que me enseñara, a lo que el anciano, después de mucha insistencia accedió.
 
Durante esos años cada tarde, cuando terminaba de estudiar, tenía un único deseo; el de entrenar con mi anciano maestro. Las artes marciales se convirtieron en una vocación para mi. Empecé a presentarme a competiciones, de las cuales gané unas cuantas. Pero un día, mientras volvía de una de esas competiciones con mi anciano maestro, un atracador nos asaltó. Vi como disparaba a bocajarro a mi maestro, que cayó fulminado en mis brazos. Lo último que recuerdo de esa escena es que me apuntaba a mi con el arma.

Desperté en un hospital, alarmando a la enfermera que en ese momento tenía al lado. Me contaron que había estado en coma aproximadamente nueve meses. Cuando me dieron el alta y salí del hospital, tuve que buscarme la vida por las calles, ya que estaba en un lugar que no conocía y no sabía volver a mi casa. Le robé una pistola a un policía, y tuve que correr mucho para que no me atrapara. Me dediqué a robar tiendas, pero nunca disparé a nadie. No quería acabar como el asesino de mi maestro.

Y el resto ya lo sabe usted: en uno de mis atracos no fui lo suficientemente rápido y la policía me atrapó. Así que le suplico que me ayude. Ayúdeme para que pueda vengar a mi maestro. Ayúdeme para que pueda vengar a mis padres. Déjeme vengarme, y después hagan lo que quieran conmigo.

Con mis mejores deseos:
Tristán Guerrero.